Educar en la España de los pueblos

¿Españoles/as o banderilleros?
Estamos tentados de convertirnos en banderilleros, cuando habíamos llegado a ser españoles/as.

Por Favor El centralismo

Las derechas han levantado un muro de ideología para que nos encerremos, todavía más, en los prejuicios contra la plurinacionalidad. De tal manera, seríamos incapaces de ofrecer alternativas a quienes desean separarse. No hace falta ser nacionalista para reconocer que España está compuesta de pueblos con historias, culturas y lenguas distintas. Pero habrá que optar, de nuevo, entre el centralismo y la inclusión de las otras Españas. ¿Estamos dispuestos a educar en la plurinacionalidad, o preferimos ignorar su existencia?
Cuando oigo a Ciudadanos, como he escuchado al PP durante la última década, considerar que las demás lenguas de España son un obstáculo al progreso (globalizador), no puedo dejar de compararlos con las élites criollas que desprecian a las demás culturas originarias en Latinoamérica. ¿Nos hemos educado para ser españolas y españoles? ¿Conocemos las demás lenguas y las sentimos propias?

Pues bien, sí, hay quienes hemos crecido con identidades plurales y, ahora, tenemos que transmitir lo que somos. Me remito a Cervantes, pero también a Picasso, Lorca, Juan Goytisolo, Rosa Montero, Manuel Rivas, Bernardo Atxaga y un maravilloso elenco de criaturas creadoras que no encajaban en el uniforme.

Es cierto que desde los años primeros de la Transición se fue perdiendo el impulso político y cultural que subyace al reconocimiento de la pluralidad, la plurinacionalidad y el plurilingüismo de las/os españolas/es. En cualquier lugar era bienvenida una canción en catalán, un poema en gallego, una novela en cualquiera de las lenguas.

Era niño en un pueblo en medio de distintos pueblos. Leía en catalán y en gallego, escuchaba hablar en panocho y en valenciano, me esforzaba por entender y saborear el euskera. De aquellas fuentes bebí para preocuparme por las lenguas amenazadas en América y, oh paradoja histórica, tener la oportunidad de recomendar los procesos de normalización e inmersión lingüística en las naciones españolas, como el mejor camino para revitalizar sus culturas.
La pluralidad deseada iba de la mano y del corazón con las ganas de recuperar las Españas expulsadas: Sefarad, Al-Andalus, Sersé (España calé), las huellas de afroespañoles (que los ha habido y los hay).

Goytisolo España y los españoles

Queríamos hacer justicia y despojar de su gravedad mortal los viejísimos símbolos de una España en blanco y negro, fanática, paupérrima, como se quejaba Machado. España no es Castilla, por si acaso alguien lo malentendió, al no comparar su sensibilidad con la del muy conservador Azorín. Castilla sin España es una entelequia empobrecida, nostálgica de imperios, reinas y reyes ultracatólicos que se legitimaban usando a pueblos enteros como víctimas expiatorias. Incluso Andalucía fue su víctima en varios momentos históricos: la creación de los latifundios de sangre y ojos azules, la guerra contra los moriscos hasta su expulsión.
Ahora tenemos la oportunidad de recuperar el aliento, si queremos seguir unidos. Los pueblos que la componen exigen reconocimiento. Sinceramente, yo no quiero seguir ignorando esa solicitud, sino construir la cultura plural y húmeda que se dispersó y se secó, entre los disgustos o las corrupciones de las dos últimas décadas. No querría vivir en una España centralista, que se empobrecería mucho más que Cataluña, Euskadi o Galicia sin España. Me nacionalizaría periférico.
El dilema no es si se consiente la ruptura de España, sino si queremos ser otras y otros españoles, los que deseábamos ser hace treinta o cuarenta años. Para eso es imprescindible educar en la pluralidad por lo que vale, más que el mercado único. Educar a un andaluz para que pueda vivir Cataluña en catalán y a un catalán para que pueda amar los pueblos y las ciudades andaluzas, después de una regeneración profunda.
No adoro las banderas (banderilleras con pepino amargo) ni los signos de opresión impuesta, que se pueden sustituir por otros símbolos mejores. Es lo que distingue a la «educación en la ciudadanía» de la «educación en el espíritu nacional», monológica y beligerante. Muchos medios de masas, algunas redes sociales y hasta las producciones TV han recortado la Historia plural y las historias de nuestros ancestros, para reducirlas a las crueldades objetivas de Isabeles, Felipes y conquistadores. Ese discurso apologético, que tomó vuelos en 1992, campó como un señor hasta hace muy poco. Pretendía cortar los vínculos, deshacer las fusiones e imponer un solo valido del rey. Imposible.
Hay que hacerlo todo nuevo, pero no por ignorancia de la tradición, sino por reconocimiento de lo olvidado: las memorias sociales y colectivas en tiempos de paz. Quizá entonces seamos capaces de crear un nuevo marco en el que quepamos y no sobremos los españoles inmigrantes, arraigados o vueltos a emigrar; los que hablan y viven con otras lenguas; disfrutar de las identidades plurales. Es lo que nos caracteriza a la mayoría: no el mestizaje superficial en puro castellano, sino el cruce de muchas memorias que aspiran a mayor justicia.

En Andalucía todavía no hemos superado la devoción por los señores de sangre y ojos azules, el cortijismo, diferente de la cultura jornalera que comparte todo lo que tiene. A mí no me engañan, no quiero. Se puede cecear, sesear y catalanizar. Los emigrantes andaluces traen vidas que contar. ¿O no? ¿Por qué no escucharlas en catalán?

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