Consulta a las sabias: la memoria de la emancipación

La sabia a la que más he consultado durante un año y pico de pandemia ha sido a mi madre. Durante 88 años ha luchado por la vida contra el único enemigo del ser humano: no la naturaleza, no los fantasmas, ni aun los contrarios ideológicos, sino la muerte y sus aliados.

A los seis años sobrevivió a la explosión de una granada, el último día de la Guerra Civil, mientras miles de soldados republicanos necesitaban escapar a través del puerto de Alicante. Algunos echaron sus pertenencias y sus armas en cualquier sitio, que un grupito de niños tomaba por juguetes. Mi tía, su hermana mayor, les pidió que lo dejaran estar. Como no le hacían caso, se llevó a su hermana de la mano. Casi de inmediato sonó la detonación.

En plena posguerra venció a la tosferina con la ayuda de unos familiares, Joaquín y Dolores; los que podían pagar un médico y la farmacia. En su propia casa conoció a mi padre, donde trabajaba de contable a diario; porque su casa había sido la sede del Sindicat de Llauradors y Ramaders, federado con la UGT, luego convertido en la Cooperativa Agrícola Católica de Alicante. Para la gente del barrio de La Florida, sencillamente, «el Sindicato». Se casaron en 1957 y se fueron de viaje de novios en bicicleta al Palmeral de Elche: treinta kilómetros. Pasaron 25 años en una casa construida con materiales de deshecho, fruto del urbanismo enloquecido de la dictadura, en la que el frío y el calor peleaban por el poco espacio. La moral patriarcal de la época la mantuvo encerrada de por vida, salvo los fines de semana, aunque nunca dejó de leer ávidamente y se mantuvo conectada con la realidad externa a través de la prensa y la radio.

Desde que murió mi padre en 1987, los achaques que ya tenía se fueron multiplicando, principalmente la osteoporosis que fragiliza los huesos. Su intolerancia a la lactosa era compatible con que introdujera la leche en mi dieta. Como buena parte de su generación, los hijos eran quienes debían cumplir sus sueños; lo mismo con la leche que con los estudios universitarios y los viajes, siempre y cuando no fueran para sufrir. Su aversión al sufrimiento me salvó a mí varias veces, porque entendía la parte de locura que había en mi vocación cuerda de servicio a la educación de los pobres de la tierra. Para poder educar hay que vencer a la muerte: seguir vivo y entero. No se puede ceder nada a las sombras.

En 1997, un ictus cerebral, derivado de una cadera rota y sus consecuencias, la dejó sin habla y sin movilidad en medio cuerpo. Recuperó el lenguaje con la parte viva del cerebro. Ha pasado otros 24 años triunfando sobre la muerte, gracias al cuidado de mi hermana Tere y mi prima Carmen, en el que yo participé por temporadas. Nunca perdí la comunicación con esa parte viva, como tampoco sus nietos desde que nacieron. Aunque me recomendaba prudencia, no dejó de animarme a vivir más y mejor.

Poco antes de declararse la pandemia, ella había ingresado en una residencia, que tenía solicitada desde hacía muchos años. Vencimos el miedo a la soledad por medio de un dispositivo electrónico que facilitaba las videconferencias a diario. Su lucha titánica soportó cinco ingresos en el Hospital por insuficiencia respiratoria, causada por distintos motivos a la que estaba provocando el COVID-19 a decenas de miles de personas. La atención de urgencias en el sistema público hizo todo lo debido, aun en medio de una contingencia desbordante. La última vez no se recuperó, pero no fue por este o por aquella. Ya lo había dado todo.

No hay una última lección, sino una exigencia de continuidad. Mientras velaba a mi madre, tuve la oportunidad de escuchar a familiares y seres queridos que me pusieron al tanto de sus latidos. Ancianos y ancianas que tienen que negociar un buen trato en el sistema público de atención primaria, porque ha colapsado. Jóvenes entre veinte y cuarenta años que buscan trabajo o que se ven obligadas a soportar el maltrato de un jefe sacado del sótano de la Historia, con el que no es posible negociar nada, porque considera innecesarios los sindicatos.

La ciencia, en su más amplio sentido, nos está rescatando del COVID. La tecnología multiplica las oportunidades de comunicación. Pero solamente el compromiso cotidiano con la vida sirve de antídoto contra la muerte. Las estadísticas lo demuestran: cada persona a salvo es hijo del cuidado e hija de la emancipación. No hay libertad sin igualdad, ni habrá democracia sin continuidad con la Historia de lucha por más y mejor vida. Consulta a las sabias para aprenderlo de ellas.

Mercedes Mira, una amiga y compañera de Mairena del Aljarafe, nos narró un episodio de su memoria sobre la Historia de la emancipación que han vivido las mujeres, desde su juventud en los años 70 del pasado siglo, para otro proyecto que verá la luz en su momento. Sus palabras no hieren, sino curan. Descorren los velos con que ocultamos el profundo hoyo del pasado; lo que nuestras madres y abuelas prefieren no contar, pero han vivido.

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